En algún momento imagino encontrar un destino de palabras.
Imagino el desencadenamiento de la garganta dándole vida al poema exquisito o infame que justifique mi existencia.
Un sueño infantil. Como toda esperanza. Imaginar es la imposibilidad misma de toparse con la verdad, es darle rienda suelta al silencio. Hablo del silencio que se impone en el desconcierto.
Un universo solo hecho de palabras, hilos que unen el centro con la posibilidad esquiva de expresarlo. Mediante sonidos repetidos hasta el hartazgo, signos arrastrados por el tedio y la convención, garabatos que dicen mal, que representan con la inexactitud de las sombras. Espejos, espéculos, espadas, espasmo. Da igual. Signos que no dicen, mas bien gritan o aúllan su impotencia.
En la noche deshabitada, el insomnio no trae más que palabras gastadas. No hay ideas claras y distintas. Hay barreras. Alguna vez leí por ahí de algún genio loco de esos que capitalizaba el desvelo transmutándolo en una obra de arte. Posiblemente por eso sea un genio. O simplemente sea una compensación de la locura. Como fuere, no es mi caso, huelga la aclaración. La genialidad es una incandescencia singular, pocas veces vista y menos valorada. Por otro lado, si fuera un fenómeno mucho más frecuente, dejaríamos de considerarlo como tal. La locura es mucho más popular, en un sentido meramente distributivo, pero sin rasgos geniales no es más que otra forma de impotencia.
Anoche un joven entusiasta declamaba su amor por la literatura con ingenuas metáforas. Todo el lenguaje es una metáfora, según Nietzsche. Cuestión aparte, la gracia estribaba en mi propia amabilidad, en una casi ternura por ese joven que creía estar hablando conmigo, cuando en realidad solo intentaba convencerse de que estaba vivo.
Soy demasiado severa. La vida no es una ficción del lenguaje, no hay que extremar la desconfianza hasta tal punto. No queda claro, al menos para mi propio desconcierto, cuando se despliega la vida como tal, y cuando somos nada más que marionetas estupefactas, aunque soñamos, aunque ingerimos y vociferamos, aunque no se vean los hilos, aunque impliquemos todo el esfuerzo vital en una carrera hacia el destino, que no es otra cosa que un telón pesado y roñoso que indica el final de la función.